Por Rey Arturo Taveras /
Las tormentas se incuban en el firmamento y se lanzan a tierra sin pedir permiso, rugen con rabia e inundan todo y se imponen como si fuesen dioses antiguos desenterrados del mito celestial, capaces de arrasar con todo a su paso.
Desde el lunes, una cortina de lluvias movidas por el viento celeste, abatió el noreste de Estados Unidos, dejando a Nueva York, Nueva Jersey y otros estados hermanados por la desgracia, bajo un manto de agua que inundó pueblos completos, infundiendo pavor.
El agua invadió con turbulencia las calles, se metió en las casas, subió por las escaleras del metro como una bestia silenciosa y atrapó vehículos en las calles, convirtiéndolos en barcos de juguetes que navegaron sin capitanes ni tripulantes.
En North Plainfield y Watchung, los automóviles parecían náufragos urbanos y la cotidianidad fue derrotada por lo imprevisible, atribuida a la furia de la naturaleza como castigo de Dios.
Phil Murphy, gobernador de Nueva Jersey, tuvo que ceder a la evidencia y declarar el estado de emergencia.
El Servicio Nacional de Meteorología, como un heraldo de lo inevitable, ya había encendido las alarmas.
Más de 8,000 almas quedaron sin electricidad , sin aire en el interior de las casas para mitigar el calor que se mantenía, pese a las lluvias, se quedaron, sobre todo, sin consuelo y llenos de miedo.
A las 10 de la noche del lunes, aún 5,000 personas seguían a oscuras, aferrados a velas o a la fría luz de sus celulares, buscando respuestas en medio de la incertidumbre.
El aeropuerto de Newark detuvo su ajetreo habitual: ningún vuelo despegó, por lo que, ni siquiera ni un abrazo de llegada se concretó.
Al otro lado del Hudson, Nueva York también sangraba, mientras la gobernadora Kathy Hochul confirmó rescates en Westchester y Rockland.
En los videos que circulan como espejos rotos en los medios de comunicación tradicionales y en las redes sociales, se ve a neoyorquinos luchando por subir escaleras anegadas, mientras el agua se traga estaciones de metro como bocas hambrientas.
La Gran Manzana, símbolo de modernidad y resistencia, ha quedado a merced del capricho climático y ha dejado al descubierto la herida de la vulnerabilidad que ha exhibido Estados Unidos al resto del mundo.
La tormenta ha dejado el claro mensaje de que en el siglo XXI, cuando se habla con inteligencia artificial y se decide la conquista del espacio, aún la humanidad sigue dormida, subestimando la furia de la naturaleza.
Mientras la naturaleza actúa con la ira de los dioses cósmicos, el mundo sigue atrapado en el egoísmo, la envidia y la maldad, matando la vida con desechos tóxicos, humo y fuego, destruyendo así los recursos naturales.
Mientras los ciudadanos buscan terreno alto, literal y metafóricamente, se impone la amarga reflexión de que no se puede seguir viviendo de espaldas al clima.
Cada tormenta que pasa es un espejo donde se reflejan las debilidades de la civilización humana moderna y queda demostrado que prioridades de los gobiernos están desordenadas y son tan frágil como barco de vela en mar turbulento.
El Noreste de Estados Unidos llora bajo la lluvia y el mundo entero debería escuchar ese llanto, no por compasión, sino por conciencia para protegerse de la ira que se advierte desatará la naturaleza contra el planeta tierra y sus habitantes.